1) Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil
esperar el instante perfecto en que todos los problemas han desaparecido
y solo existe el deseo compulsivo de escribir: ese instante no existe. En
general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia —salir del
estado de ocio no es natural—, uno oficia ciertos ritos dilatorios, uno por
fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento uno tal vez descubre que
está sumergido hasta los pelos, que todos los problemas han desaparecido,
y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
2) La primera versión de un texto es sólo un mal
necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que uno
difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés
dentro del bloque de mármol.
3) En literatura no existen sinónimos ni equivalencias:
no es lo mismo un rostro, que una cara, que una jeta, “Dijo que estaba harto”
no equivale a “—Estoy harto — dijo”. Aferrarse a una frase o una palabra
simplemente porque ha salido así del alma, es por lo menos un riesgo:
el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición,
Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que
necesitaba un animal parlante para que repitiera un leit motiv al final de cada
estrofa. Y naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces
conviene sacrificar al loro.
4) Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en
literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas
veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el
verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.
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